Comentario
El paso del Quattrocento al Cinquecento se advierte de manera indiscutible en la obra de Leonardo da Vinci (1452-1519). Dueño de un conocimiento inmenso, siempre quiso unir de manera armoniosa sus investigaciones científicas, obtenidas del estudio directo de la naturaleza, con sus proyectos artísticos. Sugestionado por la teoría de que el artista debía investigar con detenimiento la realidad que le rodeaba, opinaba que "el pintor no es valioso si no es un artista universal".
Dos de sus obras, La Última Cena (1495 y 1498) y La Gioconda (hacia 1501-1506), han sido elegidas por muchos historiadores, incluso ya desde Giorgio Vasari (1511-1574), como el punto de partida de todo el Clasicismo.
Su formación se inició hacia 1469 en Florencia, donde comenzó a frecuentar el taller de Andrea del Verrocchio. Allí colaboró en obras como El Bautismo de Cristo y realizó, a título personal, La Anunciación de los Uffizi, la Virgen de Benois, la Virgen del clavel, San Jerónimo o La adoración de los Reyes Magos, todas ellas dentro de la estética de contemporáneos como Lorenzo di Credi, Pollaiolo o Botticelli.
En 1482 viaja a Milán, donde ya se le reconoce por un estilo muy personal que interpreta los modelos iconográficos a su antojo y que dota a su obra de una gran complejidad, a la que añade la invención de técnicas como el "sfumato". Sus cuadros se pueblan de penumbras misteriosas, de claroscuros y de contornos difuminados que proporcionan nuevos efectos atmosféricos.
En esa ciudad trabaja al servicio de Ludovico Sforza durante casi veinte años. No sólo pinta o realiza proyectos de arquitectura, sino que se dedica por completo a investigaciones científicas -anatomía, botánica, mecánica, geometría- e ingenieriles, realizando proyectos de hidráulica y mecanismos que distrajesen a la Corte.
Es allí donde pinta La Última Cena, destinada al refectorio del Convento de Santa Maria delle Grazie y convertida desde entonces en la primera gran obra de ese arte nuevo. Es una composición monumental donde une de un modo ejemplar el espacio real y el figurado.
Se aleja de la tradición, sobre todo en la iconografía. Sitúa a Judas en el mismo lugar que los otros discípulos, concede independencia física a la figura de San Juan quien, en vez de recostarse sobre Jesús, queda aislado, con lo que se consigue una división simétrica a ambos lados. Y, por último, forma varios subgrupos de apóstoles (dos o tres lo máximo) indagando en la psicología de aquéllos y realzando la figura de Cristo, a la que dota de un movimiento sereno y apacible, en contraste con el resto de personajes. La perspectiva organiza dicha escena, de manera que todos los elementos desembocan en la figura de Cristo, centro formal y espiritual, reforzado por el hecho de que el frontón clásico le sirve incluso de nimbo.
Durante esos años realiza otras obras de gran importancia como la Virgen de las rocas, en la que logra una interpretación clara del modelo clásico. Mediante la organización piramidal de las figuras, consigue equilibrio y estabilidad. También pinta la Dama con armiño, Retrato de un músico o Santa Ana con la Virgen, el Niño Jesús y San Juanito.
En 1499, con el declive político de los Sforza, marcha a Mantua y Venecia. Cuatro años más tarde vuelve a Florencia e inicia el proyecto para La batalla de Anghiari en el Palacio de la Señoría, que debía confrontarse con la Batalla de Cascina de Miguel Ángel (1504), así como una de sus grandes obras, La Gioconda. En ésta aparecen procedimientos nuevos como el claroscuro de luces y sombras, la perspectiva aérea y la concreción del "sfumato". Leonardo difumina los contornos produciendo un efecto de bruma y ambiente misterioso en el paisaje junto a la enigmática inmutabilidad del rostro. El paisaje está en consonancia con la figura donde se muestra lo transitorio de la existencia, idea que volvería a aparecer en La Virgen, el Niño y el cordero (1506-1513) y en el segundo estudio de la Virgen de las rocas.
En 1513 se traslada a Roma siguiendo el atractivo panorama que había creado León X, pero se mantiene al margen de fastuosa Corte del Papa, dominada entonces por la fama de Rafael de Urbino.
Poco tiempo después (1517) es invitado por Francisco I a Francia, donde permanecerá hasta su muerte. Mientras tanto, el arte de Leonardo seguiría latente en Italia gracias a discípulos como Boltraffio, Solario, Oggiono o Bernardino Luini.
Para entonces la notoriedad de Rafael (1483-1520) se había extendido por toda Roma. Su estilo artístico dominaba plenamente y su Escuela lo extendería después de su muerte. Giovanni de Udine, Giulio Romano o Perino del Vaga se encargaron de seguir los encargos de su maestro.
Rafael simbolizaba la perfección del clasicismo gracias a la síntesis, tanto formal como colorista, entre los mundos pagano y cristiano, logrado al contacto de artistas como Leonardo, Perugino, Miguel Ángel o Fra Bartolommeo, y concretado en un estilo personal y novedoso.
Su primera educación cuenta con el apoyo de su padre, pintor que trabajaba en la Corte de Federico de Montefeltro, y con las enseñanzas de Pinturicchio y Perugino. De éste último asimila la disposición equilibrada en planos paralelos, la armonía de las partes y el refinamiento extremo de los cuerpos, visibles en la Coronación de San Nicolás de Tolentino (1501), el retablo de la Crucifixión (1503) o en Los desposorios de la Virgen (1504), en el que conecta el pasado con el presente: la Entrega de las llaves de Perugino, fresco que existía en la Capilla Sixtina, y el templete de San Pietro in Montorio, iniciado por Bramante sólo dos años antes.
En 1504 marcha a Florencia y asimila perfectamente el estilo de Leonardo, que llegará a simplificar. Adopta su organización en forma piramidal y la técnica del "sfumato", que introduce en la serie de Madonnas: La Madonna del Prado, inspirada en el tema de Santa Ana, por Leonardo, la Madonna del cardellino o La bella jardinera. También aplica la poderosa influencia de La Gioconda en sus retratos, donde más que el sentido de inmutabilidad o misterio se centra en la disposición y en la agudeza psicológica del personaje, como sucede en La dama del Unicornio o en La Muda.
A finales de 1508 se traslada a Roma llamado por Julio II, quien le encarga la decoración de las Estancias del nuevo Papa. Muy pronto se hace responsable de la llamada Estancia de la Signatura, donde desarrolla un novedoso programa basado en la funcionalidad de ese espacio, a su vez biblioteca y sede del tribunal papal. Bajo diversos aspectos del ideal humanista sitúa la Teología, la Filosofía, la Poesía y la Justicia, que le permiten realizar espléndidos murales: -La Disputa del Sacramento, La Escuela de Atenas, el Parnaso y las Virtudes- donde une aspectos de la tradición clásica y de la Cristiandad.
De todas ellas quizás sea La Escuela de Atenas la que mayor fama haya adquirido. Representa a la Filosofía y a sus formuladores, tanto clásicos como humanísticos. Partiendo del legado de Platón (que aparece retratado con el rostro de Leonardo) y de Aristóteles, se identifican también los rostros de Bramante (como Euclides), de Miguel Ángel, Sodoma y el propio Rafael.
El pintor concibe un espacio centralizado a través de una perspectiva rectilínea mientras que en otras obras, como La Disputa del Sacramento, ésta es curva. Estas dos formas espaciales representan sendos aspectos del pensamiento humano: la idea filosófica relacionada con una búsqueda y el pensamiento teológico referido al sentimiento de una verdad, poseída gracias a la revelación y sin necesidad de ser buscada. Así, uno de los triunfos del Clasicismo será la representación del valor simbólico del espacio. En 1511 recibe el encargo de decorar la segunda Estancia, llamada de Heliodoro y para la que, a diferencia de la primera, se le pide una relación de hechos históricos. Su contacto con Miguel Ángel había modificado su estilo dotándolo de monumentalidad, energía, tensión y movimiento. La Estancia de Heliodoro consiguió superar a la de la Signatura; desviándose del estilo clásico, de la armonía y de la estabilidad dominantes, introdujo elementos dramáticos en los cuatro frescos: Misa de Bolsena, Expulsión de Heliodoro, Retirada de Atila y Liberación de San Pedro, que deben ser entendidos como la concreción de una idea principal, reforzada por los contrastes lumínicos, por la violencia de las acciones y por la nueva interpretación de la gama cromática, que pone en marcha el estilo maduro del artista.
Tras ésta realiza una tercera Estancia, llamada del Incendio (1514) donde refleja la protección del papado sobre la Iglesia mediante un estilo de corte protomanierista pero todavía dentro de un clasicismo tenso y complejo.
Por entonces su trabajo había aumentado cuantiosamente. No sólo en el Vaticano (con la tercera Estancia o con los cartones para tapices de las Actas de los Apóstoles Pedro y Pablo) sino también con encargos particulares de pintura a caballete, con la supervisión como arquitecto de la Basílica de San Pedro o con la protección de los monumentos antiguos de Roma.
Los cartones para tapices comenzaron en 1514 por orden de León X, quien pretendía decorar los zócalos de la recién pintada Capilla Sixtina. La temática de éstos se centra en hechos de la vida de los apóstoles y su estética se integra en el más puro Clasicismo, llegando a ser comparado con Fidias. Sobresalen las figuras monumentales y la sobriedad geométrica, en plena armonía con los personajes de la bóveda de Miguel Ángel.
La última etapa de Rafael se centra principalmente en dos aspectos: la inclinación al naturalismo y la práctica de esquemas compositivos que parten de la decoración pero que se combinan con la geometría de la arquitectura. Estas nuevas ideas se ponen en marcha en la cúpula de la Capilla de Agostino Chigi en Santa Maria del Popolo (1515), en el apartamento del cardenal Bibiena (1516), donde introduce de manera audaz el estilo antiguo de los grutescos, o en la Sala dei Palafrenieri, ambos en el Vaticano.
Pero también en La Loggia di Psiché, hoy llamada La Farnesina, y en la cuarta Estancia, el Patio de San Dámaso, donde se advierte el perfecto desarrollo geométrico y los efectos ilusionistas, a pesar de estar realizados con la ayuda de algunos miembros de su taller como Giovanni de Udine, Giulio Romano y Penni.
Los últimos años de su vida los dedica a realizar retratos, retablos y cuadros. Respecto a los primeros, Rafael se centra en el estado anímico y psíquico del protagonista, en la relación con el espectador, en los contrastes lumínicos y en los valores clasicistas, que conectan con un nuevo estilo. Estas características se pueden apreciar en los retratos de Baldassare Castiglione (1515), León X con los cardenales Giulio de Médicis y Luigi Rossi (1517-1518) y Rafael y su maestro de esgrima (1518-1519).
En cuanto a los retablos y a los cuadros caben destacar Cristo caído con la cruz (hacia 1516), Madonna della Tenda, Madonna della Sedia, la Sagrada Familia de Francisco I o la Transfiguración (1518). En este último cuadro, que deja inconcluso, se advierte la intervención de sus ayudantes; la diferencia de estilo se observa en la parte inferior de la obra, donde Rafael muestra con violencia los efectos de claroscuros y la precisión de ese nuevo naturalismo, mientras que, en la parte superior, la realizada por sus ayudantes, se percibe un estado de calma y delicadeza. La Transfiguración es un buen ejemplo de ruptura del estilo clásico y de su sustitución por uno más dramático, que se adentraba ya en el protomanierismo.
La prematura muerte de Rafael sorprendió a todos. El Vaticano se quedaba sin uno de sus artistas favoritos y sumido en unos años de escasa brillantez artística que terminaría con la nueva llegada de Miguel Ángel.
Escultor, pintor, arquitecto y poeta, Miguel Ángel se había convertido desde hacía tiempo en uno de los eslabones más importantes del clasicismo romano. Su carrera como pintor había comenzado a primeros de siglo con el Tondo Doni o Sagrada Familia (1503-1504) para los Uffizi. En esta obra es capaz de mostrar que su faceta de escultor no ocultaba la de pintor y, más aún, de desarrollar en una superficie circular una pirámide perfecta y clasicista. La siguiente de sus obras destacadas fue la Batalla de Cascina (1504-1505) que se debía enfrentar con una similar de Leonardo, pero que ambos no llegaron a realizar, proyectando sólo los bocetos en cartón.
Muy pronto, y ante las llamadas de Julio II, se traslada a Roma para ocuparse de la tumba del pontífice, encargo que provocará la ruptura entre ambos. Antes de que esto sucediera, y para calmar a Miguel Ángel por la interrupción de ese proyecto, el Papa le encarga la decoración de la Capilla Sixtina.
En un periodo de cuatro años (1508-1512) trabajó sin descanso y consiguió completar una espléndida serie que en planta tiene 36 metros de largo por 13 de anchura, es decir, cerca de 500 m2. La serie de figuras supera más de trescientos modelos, cuya estructura monumental, casi escultórica, procedía en gran medida de los estudios inacabados para la tumba de Julio II.
Este particular aposento del Vaticano poseía ya una decoración debida al Papa Sixto IV, quien había encargado diversos frescos a Perugino, Cosimo Rosselli, Domenico Ghirlandaio, Sandro Botticelli y Lucca Signorelli. Se ha especulado mucho sobre el motivo del encargo de Julio II: algunos hablan de rivalidad con Rafael, e incluso con el arquitecto Bramante.
Sea como fuere, el primer encargo del Papa tenía como prioridad la representación de los doce Apóstoles en las pechinas, como continuación del programa de la vida de Jesús y de los episodios de los primeros Papas, mientras que la parte central se había destinado para una decoración geométrica.
De hecho, la capilla contaba ya con imágenes de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, las cuales, junto a las efigies de los doce apóstoles, resultaban "demasiado pobres" en opinión de Miguel Ángel. El pintor consiguió, tras repetidas quejas al Papa, la voluntad de "hacer lo que quisiese, cualquier cosa que desease". Sin embargo, hemos de preguntarnos si todo ese complejo programa posterior se debió a ideas personales de Miguel Ángel. Lo cierto es que este artista no podía proyectar a su antojo sin el permiso del Papa. La conclusión más probable, a pesar de las difíciles relaciones entre ambos, es que la idea general fuera aprobada por Julio II y que el perfeccionamiento final se debiera a Miguel Ángel, quien seguramente fue aconsejado por algunos teólogos de la Iglesia.
Julio II intentaba completar el programa de Sixto IV con el proyecto que le había presentado Miguel Ángel, basado en una temática bíblica sobre el Génesis e interpretado mediante conceptos neoplatónicos. Entre ellos estaban los episodios de la creación del mundo y del hombre, la tentación y expulsión del Paraíso... para finalizar con la historia de Noé. Así se lograba la unión de ambos programas y se reafirmaba la idea principal del Cristianismo, basada en la concepción del hombre y en su recreación. El programa iconográfico se completaba con la serie de profetas y sibilas, que tenía su base en la doctrina teológica del momento, basada principalmente en la filosofía griega.
Otro de los problemas que se añadía a la concepción de la bóveda era su forma arquitectónica. Durante la Edad Media, las bóvedas se habían decorado exclusivamente con la representación del Cielo, mientras que ahora se adoptaba un esquema más complejo, que tenía su origen, como hemos afirmado antes, en elementos arquitectónicos ya simulados. Miguel Ángel proyectó diez arcos fajones que dividían la bóveda de cañón en nueve partes, cruzadas por dos cornisas que distribuían la superficie en tres secciones perfectamente localizables: los lunetos, las pechinas y la zona central de la bóveda. A partir de esta complicada división se empezó a proyectar el programa iconográfico.
En los nueve espacios rectangulares incluyó escenas del Génesis, desde la creación del mundo (situada sobre el altar mayor) hasta la escena de Noé, de manera que la decoración se inició por el lado oriental de la capilla.
El primer episodio representado es el Diluvio Universal, que muchos han comparado con la Batalla de Cascina; el segundo, el Sacrificio de Noé, donde el pintor dispone las figuras según la forma geométrica del tramo; a continuación, la Embriaguez de Noé se adapta al reducido espacio. En esas escenas Miguel Ángel comienza mostrando unos cuerpos desnudos y elimina todos aquellos elementos del Antiguo Testamento que eran habituales en las composiciones tradicionales.
El cuarto tramo fue iniciado después del quinto, y muestra la Creación de Eva, donde las figuras han aumentado de tamaño porque el artista tiene mayor espacio e incide en el aspecto clásico.
A ésta le preceden las escenas de El Pecado Original y la Expulsión del Paraíso. En la primera, Miguel Ángel crea una nueva disposición; hasta entonces se había representado mediante dos figuras de pie cuyo vínculo era la ofrenda de la manzana. Ahora, el árbol ocupa el centro del rectángulo y divide la escena en dos imágenes. La primera muestra a Eva, recostada a la manera romana, que se gira despreocupada para coger la manzana mientras que Adán se agarra a las ramas del árbol. En la otra, dos figuras solitarias en un extremo demasiado apartado.
El sexto tramo desarrolla el tema de la Creación de Adán y los últimos tramos comprenden las siguientes escenas: Dios sobre las aguas, la Creación del Sol y de la Luna y la Separación de la luz y las tinieblas. Como curiosidad, en la segunda escena aparece representado Dios dos veces. Una de frente, creando el Sol y la Luna, y otra de espaldas, en ocasiones confundida con el ángel de las tinieblas, creando la vida vegetal.
Los lunetos se completaron con las figuras a gran tamaño de los siete profetas del Antiguo Testamento y de las cinco sibilas; estas últimas simbolizan la unión entre el mundo antiguo y el cristiano, que enlazan con las figuras del interior de los tímpanos, que representan escenas de Cristo y de sus antepasados.
Tanto los profetas como las sibilas muestran el lado más escultórico del artista pero es, quizá, la insólita belleza de las sibilas la que más atrae al espectador. Así, por ejemplo, la Sibila délfica tiene numerosas connotaciones con el Tondo Pitti; la Sibila Eritrea destaca por su libertad de movimiento y las Sibilas cumana y líbica son muestra de un perfecto equilibrio formal.
Entre los profetas y las sibilas se representan las pilastras donde se sitúan, a modo de cariátides, los pequeños ángeles que simbolizan a los niños inocentes de la masacre del rey Herodes.
Siguiendo el orden arquitectónico, en las esquinas se sitúan los ignudi -figuras masculinas desnudas- que han sido comparados con los Esclavos para el sepulcro de Julio II por su carácter individual y escultórico, y los hombres de color bronce. Existe una diferencia ideológica entre estas dos categorías de cuerpos masculinos. Los segundos se hayan casi encarcelados en un pequeño espacio que explica la llegada de las tribus bárbaras antes del cristianismo, mientras que los primeros poseen a simple vista posturas diferentes, más elegantes si se prefiere, y representan a hombres del mundo pagano que aún no se han convertido al cristianismo. Se podría hablar incluso de la unión entre lo pagano y lo cristiano. De hecho, la formulación teórica de Miguel Ángel enlaza con la esencia del hombre dentro de la corriente clasicista, neoplatónica y, a su vez, cristiana.
En las cuatro pechinas de la bóveda se sitúan las escenas más dramáticas, desde la representación del pueblo de Israel en busca de su libertad, los episodios de David y Goliat o la Serpiente de bronce hasta la Muerte de Amán, donde el artista se vio influido por el reciente descubrimiento del Laocoonte, que le inspiró una inusitada violencia formal que perfeccionará en el Juicio Final, cuando inicie un nuevo periodo en la Historia del Arte.
Una vez terminada la Capilla Sixtina, Miguel Ángel no tuvo más encargos pictóricos hasta que, veinte años después, Clemente VII le pidió un gran fresco para esa misma capilla pero que se realizaría durante el pontificado de Pablo III. En un primer momento se le encargaron dos frescos, uno con la Caída de los ángeles rebeldes y otro con la Resurrección. Finalmente, Miguel Ángel realizó un único tema, El Juicio Final. En cuatro años escasos (1537-1542) pintó este proyecto, en el que aparecen representadas casi 400 figuras. Sin embargo, antes de finalizar esta obra el Papa Pablo III le encargó la decoración de su capilla, con dos grandes frescos que debían representar la Conversión de San Pablo y la Crucifixión de San Pedro (1541-1550).
Pero sin duda el fresco más conocido es El Juicio Final. El tema principal es la segunda venida de Cristo que anuncia el final del mundo incluyendo las escenas de la Resurrección de los Muertos y el Juicio Universal, siguiendo con fidelidad el texto del Apocalipsis de San Juan.
Sin realizar ninguna división visual en el fresco, Miguel Ángel sitúa en el centro a Dios, quien aparece como juez ante los pecadores: su inmensa figura, rodeada por la de la Virgen y la de los apóstoles, resalta sobre las demás. En el segundo friso, la parte inferior izquierda, coloca la escena de la resurrección de los muertos según el relato del libro de Ezequiel, quien describe cómo los esqueletos salían precipitadamente de sus tumbas. En el exterior aparecen los hombres que murieron antes de la Redención; entre ellos, se puede identificar por medio de sus atributos a San Pedro, San Juan, San Lorenzo o San Bartolomé. Más abajo, los condenados son empujados por los demonios y se precipitan al vacío, donde se encuentra el Infierno. Esta visión tan dramática, dominada por cuerpos de diferentes dimensiones que se enroscan a través de escorzos inconexos, anunciaba ya el Manierismo.
Su influencia fue determinante para la segunda mitad del siglo. La pintura comenzaba a estar dominada por una nueva manera de expresar las ideas. La tendencia clasicista había sucumbido y sus maestros habían muerto o se encontraban ligados ya al otro estilo, como es el caso de Miguel Ángel, dando paso a un gran número de artistas -Andrea del Sarto, Jacopo Pontormo, Giorgio Vasari, Daniel Volterra, etc.- que se extendían por Florencia, Siena o Venecia y que, con el tiempo, irían recalando en las restantes Cortes europeas.